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almanaque de literatura

NÚMERO 01 +++

+++ [01][02][03][04]

ricardo m. coloma

el orinal

Mi tía abuela María Isabel Francisca Gabriela Baruque Becerril nunca se casó y siempre fue persona cercana. No solo fue mi madrina. Se convirtió en la Tía María a secas y a ojos de todos desde que tengo uso de razón.

La Tía María solía encerrarse en su habitación de la casa del pueblo y sellaba las rendijas de la puerta con toallas viejas. Lo hacía cada vez que escuchaba los chasquidos de la lumbre que llegaban desde el cuarto de la chimenea. Ponía el oído porque hacía años que perdió el olfato de tanto fumar tabaco negro de la marca Ducados. Era un tabaco tan negro que yo mismo tardé mi adolescencia entera en desengañarme de que la Tía María no se estaba fumando la mera tierra —algo que, por otra parte, encontraba muy espiritista—. Ella siempre aseguró que el tabaco no tuvo nada que ver en esto. Decía que todo fue por un golpe en la cabeza contra el lavabo que nadie más vio —y sanseacabó—.

La escuché decir sanseacabó una vez más en aquel verano. Me la crucé en el pasillo aturdido por otro atracón a la Super Nintendo. —El humo huele a quemado —le espetó a mi padre antes de repetir su palabra insignia y confinarse de nuevo a la seguridad de su cuarto. Aquel día teníamos invitados y cenamos una parrillada. En ese momento pensé que la Tía María se refería al olor de la carne braseada.

A la hora de dormir con la panza llena de morcilla y chorizo, yo ocupaba la otra cama libre en su dormitorio y a la Tía María no le quedó de otra que abrir las puertas de su búnker. Desperté de madrugada con ganas de hacer pis. Apenas podía moverme bajo un yacimiento de mantas de todas las épocas y colores. Me picaban las piernas que rozaban contra la lana. No tenía manera de saber la hora. En el transistor de la Tía María escuchaba al mismo locutor con el que cerré el ojo. El cuarto de baño quedaba lejos, justo al otro lado de la casa. La oscuridad hacía medievales las habitaciones de aquel viejo caserón.

Recuerdo que una voz cautelosa rompió el silencio como un secreto susurrado.

—Chispi, ¿Qué te pasa? —desde la cama contigua, la Tía María no perdía cuenta de lo que le rodeaba. Quizá adivinó lo que me ocurría por la postura de mi cuerpo, o por algo más que yo no supe ver o entender en aquel momento. Me quedé callado. Se levantó para hurgar bajo la cama y extrajo aquel aparato que ya había visto antes. Sonaba como una jarra y tenía forma de nave espacial.

—Hazlo en el orinal—concluyó.

Recuerdo que me daba repelús, incluso asco, hacer pis en un sitio que no fuera un váter, pero no tenía las ganas ni la valentía de caminar hasta aquel cuarto de baño que de tan lejano daba por ausente. Pude sentir el suelo de terrazo helado en las plantas de mis pies pequeños. Miré a los de la Tía María, azulados bajo el destello que entraba por entre los visillos de la ventana. Tenía unas uñas largas y amarillentas, repletas de tiritas amontonadas en los meñiques. Sus empeines eran huesudos, con las venas muy marcadas como si fueran tubos de plástico.

No podíamos vernos las caras. El suelo helado nos unía por las plantas de los pies en un frío compartido.

—Gracias, Tía María— agradecí en un tono pusilánime. Volví al resguardo del yacimiento de mantas como quien acaba de cometer una travesura.

Lo siguiente que recuerdo es el zumbido de la máquina de aire acondicionado en el apartamento de mi padre en la ciudad. Desde la muerte de mi abuela en el verano anterior, la Tía María vivía con nosotros. Los granitos de quinoa de la ensalada que había para cenar estaban especialmente limpios. Parecían brillantes a la luz de los tubos fluorescentes de la cocina. La esposa de mi padre servía con postura erguida raciones de un cuenco con salmón ahumado y tomates Cherry. —Chicos y chicas, este es el plato estrella para una alimentación familiar saludable según la Universidad de Harvard —guiñó un ojo con certeza. Mi padre disertaba sobre las propiedades del pescado graso que aumentarían nuestras esperanzas de vida hasta los cien años.

Nunca perdí mi olfato por fumar tierra, pero apenas tengo memorias del sabor de la comida en aquellos años. Sólo recuerdo imágenes y sonidos, casi con la precisión de los tímpanos de la Tía María. El volumen de la conversación se disparó cuando la Tía María decidió interrumpir aquella atmósfera de inmortalidad inexpugnable con sus dos filetes de pescadilla como única ración.

—A tus ochenta y cuatro años deberías cuidarte más— le reclamó mi padre con una mueca de suficiencia. La Tía María guardó silencio y desvió sus ojos hacia el plato. Comprendimos que había desechado el turno de réplica que se le había asignado cuando empezó a trocear la pescadilla. Nosotros hicimos lo propio con nuestros platos saludables.

La esposa de mi padre continuó con el asedio. —Tía María —exageraba las vocales como una profesora de idiomas—, deberías de probar la dieta que hace la madre de una amiga mía, de cúrcuma, jengibre y salmón, que es verdaderamente eficiente para la circulación. Hasta aguantó una marcha de trekking de diez quilómetros el otro día, ¡A sus ochenta y un años! —la mujer dejó los cubiertos para así declamar mejor esto último y levantó las manos hacia el cielo anunciando el milagro.

Con las palabras “cúrcuma”, “eficiente” y “trekking” aun zumbando en mi cabeza como abejorros, la Tía María optó de nuevo por guardar silencio. Esbozó una media sonrisa y ladeó la cabeza. Justo cuando daban su nuevo turno de réplica por concluido, musitó casi contándole una confidencia al plato —Mi padre siempre decía que la pescadilla es lo mejor y lo más barato, asique yo como pescadilla y sanseacabó.

Con este último sanseacabó, la esposa de mi padre se dio por vencida y la Tía María pudo terminar su cena aliviada, al margen de una vigorosa discusión en la que las palabras “rentable” y “fructífero” se repetían prácticamente en cada intervención. Apenas me dio tiempo a terminar el yogurt del postre cuando mi padre y su esposa comenzaron a desfilar como soldados hacia el dormitorio, enfrascados de nuevo en una competición por quién madrugaría más al día siguiente.

Permanecí sentado con la Tía María, distraído en la quietud de aquel silencio. Comencé a pelar con los pulgares la etiqueta del envase de yogurt despacio, con la mente en blanco. El tic-tac del reloj de cocina rebanaba el tiempo en pequeños trozos de silencio. La Tía María se levantó de la mesa y dejó el plato con cautela en el fregadero. Decidí dar mi pasatiempo por concluido y la seguí por el pasillo de vuelta a nuestros cuartos.

La Tía María caminaba despacio, con un andar que parecía salido de una falta de prisa autoinfligida. La puerta de su habitación al fondo del pasillo estaba entreabierta y los últimos rayos del atardecer iluminaban sus estanterías blancas de Ikea repletas de antologías de novelas, cintas de vídeo y otras colecciones de las que regalaban los domingos con el periódico. Algunas conservaban su envoltorio original de plástico. La penumbra reducía su cuerpo a una silueta de moño y faldón, armada con su bastón en mano. Se giró al advertir mi presencia. Sonrió y me dijo algo que ya he olvidado. Su tono de voz parecía el de otra persona. Ahora era grave y recto, como el de una Bernarda Alba.

Había visto a la Tía María tratar con todo el mundo. Se santiguaba displicente ante el sacerdote, apretaba hacendosa manos a conocidos en el paseo por la Calle Mayor y recogía el cambio en la tienda con una mueca de indiferencia. Pero aquella tarde advertí un visaje de malicia en su sonrisa de oreja a oreja. Comprendí que nunca supe quién era en realidad la Tía María.

El silencio y nuestras vidas como las conocíamos terminaron en esa mueca resbaladiza. Escuchamos sonidos de sirenas y motores de camión que se hacían cada vez más fuertes. Luego llegaron los trotes desde la escalera y la ráfaga de timbrazos impacientes. En el umbral apareció un bombero vestido con un aparatoso traje amarillo y una escafandra enchufada una bombona de oxígeno como las de las películas.

Recuerdo lo del protocolo y lo del fuego en el edificio como una broma. Me dejé llevar por la emoción de bajar por la famosa escalera de incendios. Todos los vecinos hablaban aquella estructura futurista que habían atornillado a nuestro edificio de la noche a la mañana. Decían que la habían pintado de verde fosforito de acuerdo con la normativa vigente. Mi padre decía que eligieron un color cualquiera a juego con las copas de los árboles.

La Tía María recibió la noticia inmóvil, con los puños cerrados. Recuerdo que me planté con cuatro zancadas en mi cuarto en busca de una guitarra acústica con la que todavía soñaba con ser un artista famoso en todo el mundo, como Bob Dylan.

Las llamas en el descansillo de las escaleras dibujaban una línea perfecta, como un artificio pirotécnico de feria.

Recuerdo ignorar los gritos del bombero cuando corrí de vuelta hacia nuestro apartamento y encontré a la Tía María echada en posición fetal al lado del marco de la puerta.

Recuerdo el humo, el de verdad. Recuerdo cerrar los ojos cuando no podíamos ver nada.

Permanecí en aquel lugar, quieto, en silencio. Me agaché hacia la Tía María y abracé su pequeño cuerpo recogido en aquel rincón. Sentí el picor de la lana en mi cara al hundir mi cabeza en su chaqueta de punto. El hormigón del suelo estaba helado.

Cesó el crepitar de las llamas. La Tía María tenía asido el orinal bajo el brazo.

Agarré un asa. Pensé la tontería de que aquel orinal era una nave espacial.

Nos despertamos a las pocas horas con el ruido de las excavadoras apartando escombros o eso decía el informe de la policía. Nuestras iniciales aparecieron en la prensa con motivo del incomprensible desprendimiento de la escalera de incendios que acabó con la vida de dos bomberos y diez inquilinos entre los que se encontraban mi padre y su esposa. Nadie llegó a aclarar qué ocurrió. Algunos políticos echaron la culpa a la negligencia de los técnicos. Los técnicos a los burócratas y a la escasez de presupuesto para la construcción de bloques de vivienda como el nuestro. Un grupo de expertos de la universidad de la ciudad, entrevistados en la radio local, se decantaron por un discurso a mayor escala, como el del exceso de densidad de habitantes por metro cuadrado en ciertos barrios.

A la semana, un entusiasta de las catástrofes publicó un documental casero en YouTube analizando la catástrofe. Recuerdo recibir escéptico la amalgama de datos acerca de la cantidad de barras, contrafuertes y pernos, que componían aquel armatoste, mezclada con el resto de las explicaciones de parte de tanta gente distinta y que se confundían en una misma voz.

La Tía María escuchó aquellas explicaciones en silencio, sin hacer comentarios o reclamaciones. Para entonces hacía tiempo que ya ni hablaba.

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