almanaque de literatura
Siempre supe que es mejor, cuando hay que hablar de dos, empezar por uno mismo
Shakira, “Inevitable”
Los primeros meses que pasé en Ciudad de México viví en la calle Rafael Rebollar de la colonia San Miguel Chapultepec. No tenía motivos para estar ahí y sin embargo no me iba. Me angustiaba quedarme por decisión propia. Para regresar a la casa de Rebollar algunas veces me apeaba de un camión dirección Tacubaya, ese era el nombre de la estación más cercana. Debía bajar justo antes de la última parada. En contadas ocasiones no me extraviaba y me favorecía el transporte. Los viernes por la tarde, en cambio, me era indiferente perderme. Agarraba el camión equivocado casi adrede: para subir me bastaba la suposición de que me dejaría cerca.
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El otro día caminaba con una amiga que sintió curiosidad: qué te pasó en México me preguntó, con el tono de quien no comprende los silencios funestos ni las alusiones sombrías de aquellos a quienes el amor les sienta mal.
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Terminé yéndome de ahí, pero me costó. Durante meses viví con la tirantez de un ancla adentro. Trataba de dignificar el sentimiento con la lectura empedernida del final de El Gran Gatsby: so we beat on, boats against the current, borne back ceaselessly into the past.
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Fui a Acapulco con una amiga que conocía hacía un mes, su nombre es R. Ella y yo conectamos rápido. Nos gustaba pasar tiempo juntas. La primera vez que la vi era estación de lluvias. Una tarde tras otra el cielo se caía. Aquel día ella entró de la calle sosteniendo un paraguas que compartía con otra persona. No tengo muy claro cuándo volví a verla. Coincidimos en una fiesta. No sé quién de las dos mencionó la posibilidad de ir un fin de semana a Acapulco.
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Aun cuando yo estuve ahí ese fin de semana con aquella chica y sé que el Acapulco “real” no se parece al de la canción, todavía pienso en acapulco y me golpea el corazón la voz de Agustín Lara cantando “María Bonita” en la grabación de 1958:
// Acuérdate de Acapulco, de aquellas noches, María bonita, María del alma.
Acuérdate que en la playa, con tus manitas, las estrellitas las enjuagabas. //
// Te dije muchas palabras de esas bonitas con que se arrullan los corazones,
pidiendo que me quisieras que convirtieras en realidades mis ilusiones. //
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Llevaba más de un año sin ver el mar. Estuve a punto de no ir aquel fin de semana a Acapulco porque trabajaba el lunes y no tenía dinero para gastar en un viaje tan corto.
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Nos citamos a mediodía en la estación llamada Taxqueña, que custodia la muralla sur de la ciudad. Al buscar una imagen de la fachada, Google arroja unas cuantas nociones sobre el significado de la palabra taxco, que significa lugar donde se realiza el juego de pelota. El juego de pelota cumplía la función de resolver todo tipo de conflictos y tenía como resultado el sacrificio de uno de los contrincantes. Las reglas del juego se desconocen, pero sí se sabe que cuando caía la pelota era mala señal. Para muchos historiadores la pelota era un símbolo del sol. La duda histórica que no se ha resuelto es capital: no se sabe si el sacrificado era el perdedor o el ganador. Otras fuentes como la del Popol Vuh proponen que el juego se relaciona, más bien, con el tema de la fertilidad.
Quedamos en la estación de buses a las cuatro de la tarde. Nuestro bus salía de noche y llegaba a Acapulco de madrugada. Teníamos cinco horas por delante. Compramos una oferta de varias cervezas en el Oxxo, aun a riesgo de que se quedaran calientes. Nos sentamos en un banco del parque aledaño a la estación. En determinado punto la policía nos llamó la atención por tomar en la calle. Nos quejamos porque dijeron que no por ser extranjeras podíamos hacer lo que nos viniera en gana. Debido a ese encontronazo, casi perdemos el bus.
Llegamos a Acapulco tan temprano que nos acomodamos en una esquina del aeropuerto y dormimos. Cerca de un enchufe para cargar el celular apoyamos nuestras cosas en el suelo y nos reclinamos encima. El aire acondicionado estaba fuerte. Sacamos ropa de la mochila para taparnos.
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Cuando tomamos el taxi ya era de día. Le pedimos al taxista que nos lleve a un hostal económico. No se me olvida ese recorrido en coche. Surcamos la carretera en línea recta. Supuse que estábamos en la vía principal de Acapulco pues íbamos en paralelo al paseo marítimo. La ventana del automóvil nos mostraba el mar. La carretera era de doble sentido y una plataforma separaba un sentido del otro, salvo cuando las dos vías se encontraban en una rotonda. En el lado opuesto al nuestro estaba la playa. Mirando hacia ese otro lado, presenciamos el escenario posterior a un siniestro.
El taxista se bajó a preguntar en dos lugares que rechazamos debido al precio. Su tercer intento lo dimos por bueno. El hostal estaba en una plazoleta donde la arquitectura no se aferraba con ímpetu a un pasado esplendoroso, pero sí lo convocaba. Una señora, que debía ser la dueña, nos dio una llave. El cuarto no se abría con facilidad y alguien subió para ayudarnos. Nada más entrar conectamos el ventilador. De nuevo nos dejamos vencer por el cansancio.
La hostelera recomendó la Playa Caletilla y el espectáculo de los clavadistas. Con estos propósitos salimos al calor. Antes de iniciar el camino, nos sentamos a comer algo en una fonda frente al hostal. Cuando terminamos, mi compañera pidió subir al cuarto para ponerse un tampón. La esperé fumando. La marca de tabaco no la recuerdo.
Las dos asumimos que el camino a Caletilla transcurría paralelo al mar. En cambio, se trata de un sendero de asfalto que sube en pendiente. La lógica prometía una bajada por venir, pues Caletilla está oculta tras un saliente al que habíamos de descender. La posibilidad de la bajada nos ponía vigilantes, incapaces de disfrutar el trayecto.
Deambulamos al menos una hora, en vez de la media prometida. Se trataba de una playa atestada de gente. Sombrillas y bares cercaban la orilla. Antes de meternos al agua apartamos una mesa. Pedimos bebida para que guardaran nuestras pertenencias el tiempo que duren nuestras incursiones en el piélago. No hacía demasiado calor. Ejecutamos la maniobra de ida y vuelta entre la mesa y el agua tres veces. Una de las veces dentro del mar flotamos junto a una boya. Anhelábamos contarnos la vida. Salíamos al encuentro la una de la otra en sentido figurado. Frente al mar de Caletilla compartimos detalles y tratamos asuntos dolorosos para ambas. Ese tono confesional nos alejó en lugar de acercarnos.
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A las ocho empieza el espectáculo diario de los clavadistas. No nos daba tiempo a pasar por el hostal. Para arribar a la cima donde se arrojan clavados es preciso mentalizarse: te encaminas a la cavidad de un cráter bullente. El camino te obliga a subir. En aquel momento Acapulco era para mí un pueblo en pendiente. El acantilado desde el cual se precipitan los cuerpos se llama La Quebrada. Este quiebre artificial en la montaña mide 45 metros. Aprendí que lo abrieron unos ingenieros en 1934 para facilitar la vida de los acapulqueños, quienes hasta entonces vivieron cercados por montañas, sin corrientes de aire.
El ambiente previo al espectáculo reproduce la bulla de los pueblos de verano y las actividades familiares. A pesar de las resonancias lo que veía era nuevo para mí. Segundos antes del salto el silencio fue absoluto. Las diferencias sociales se marcaron con la llegada de yates que verían la caída desde el mar. Cerca de nosotras alguien vociferaba la venta de entradas que ofrecían un ángulo mejor.
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Por la noche salimos a conocer la zona de las discotecas, área comercial que condensa el nightlife acapulqueño. Al otro lado de la carretera, frente al hostal, tomamos un bus que iba al completo, con gente de edades parecidas a las nuestras. Aparentaban ser grupos de amigos procedentes de varios lugares de México. El bus surcaba un camino en línea recta. Fue evidente cuando llegamos, pues aumentó la altura de los edificios como un golpe de efecto. Ahora sólo había rascacielos iluminados con neones llamando la atención sobre si mismos y su naturaleza nocturna. Se trata de una zona “nueva” en comparación con las colinas que poblaron los primeros acapulqueños, si bien esta avenida se construyó en los años veinte, se desarrolló en los sesenta y comenzó su decadencia en los ochenta. En una página web leí que “acapulco” proviene de tres palabras nahuas: “acatl” (carrizo), “poloa” (destruir o arrasar) y “co/ ko” (lugar), siendo este “el lugar donde fueron destruidos o arrasados los carrizos”. La sociedad académica de historiadores propone, en cambio, que la traducción más exacta sea “lugar de cañas grandes”, correspondiendo “pul”, en realidad, a un aumentativo que no refiere en modo alguno la destrucción.
Nos bajamos en una parada con la conciencia de que daba igual dónde porque tanto hacia adelante como hacia atrás se sucedían las discotecas. La avenida en ese tramo son dos aceras paralelas, llenas de antros, con una extensión de al menos cuatro kilómetros. Según andábamos, la secuencia repetida comenzaba con: la interpelación de un relaciones públicas, una oferta, un flyer. No siempre en ese orden o todo sucedía al unísono. Después, nuestras miradas rápidas o una consideración más lenta del sitio. Algunos lugares tenían mesas afuera y emulaban una estética informal de sitio de mojitos. Otros, en cambio, tendían a elegantes sin alcanzar a serlo. Podía ser que sonara reggaetón, música gringa, electrónica o pop. En varios vestíbulos de entrada, mujeres bailaban con la idea de atraer caminantes. No todo era agradable. De pronto, decidimos entrar a una barra libre cualquiera porque nos dijeron que la planta inferior tenía playa. Ahí comprendimos que caminábamos, un poco más arriba, en línea con el mar.
Finalmente nos decidimos por un lugar donde nos ofrecieron entrada reducida por ser mujeres. Barra libre significa todo lo que quisiéramos tomar. Antes de entrar fuimos por unos taquitos al frente. Parecíamos empeñadas en prolongar todo intervalo de tiempo. Como compañeras de viaje manifestábamos una extraña inclinación por las esperas. El sitio de tacos lo recuerdo bien, sé que pedí primero uno, luego dos, y R ordenó un queso fundido. Cuando regresamos a la discoteca descendimos unas escaleras y comprobamos que allí abajo las mesas se introducían en la arena de una playa interminable. Esta era la costa de Acapulco que buscábamos en la tarde. Fue R quien sugirió que tomáramos piña colada. Yo no tenía ganas de beber y en el transcurso de la noche acabé un vaso tras otro con avidez. La fiesta la arbitraban dos animadores que empuñaban megáfonos. No sé bien cuándo empezaron a intervenir.
Había tanta gente, luces de colores y también sombras. Comencé a observar a quienes me rodeaban. Me pareció distinguir estadounidenses y extranjeros, eran la minoría. En general los hombres tenían brazos fuertes. Nosotras flotábamos en torno. Las personas gravitábamos entre sí. Cuando tuve muy cerca a un chico rubio y alto le pregunté de dónde era, entendí Noruega. Tratamos de conversar, pero el ruido no dejaba. Cuando el volumen cambió de intensidad fue porque un tipo con voz de monitor hizo uso del micrófono. Entonó una secuencia de instrucciones que invitaban a ciertos pasos de baile. Reíamos porque intervenían la música con frases que se popularizaron aquel verano de 2014, cuando México casi califica a cuartos de final en el Mundial. El volumen subía y bajaba hasta que la voz se impuso a toda melodía. En ese instante la música se diluye bajo voces de megafonía. Los animadores anuncian el comienzo de un concurso. Llamaron a la tarima a todas aquellas mujeres que quisieran competir por el premio a la chica más sexy de la noche. No sé cuánto duró aquello, quizá media hora, puede que más. Subieron cuatro. Los vítores del público medirían la predilección por alguna. El número se redujo a dos finalistas que encontraron maneras de defender su atractivo y presentarlo como una destreza. Como el clamor del público insinuó empate, una de ellas se quitó la camisa. Parecía que teníamos a la ganadora, ya casi la estaban proclamando como tal, a aquella chica semidesnuda frente a todos. En aquel momento, no sé por qué, el animador lanzó un último llamado para que subiera la contrincante definitiva, ¿qué era lo que esta se atrevería a hacer para superar la pericia de la otra? La nueva en aventurarse era bastante más atractiva según los cánones. Aunque la advenediza en esta final espontánea no se desnuda, baila de tal manera que el animador no tarda en anunciarla ganadora. Todavía hoy me duele la humillación de la otra.
Pronto la música retumbaba de nuevo y no nos oíamos. Caminamos hacia la arena para alejarnos del ruido. Sobre esa tierra blancuzca nos sentamos, prendimos dos cigarros y los fumamos mirando a la orilla. Imagino que en ese ínterin conversamos sobre el taxi que agarraríamos y las latas de cerveza que aguardaban en nuestra habitación del hostal. Algo incómodo pasó antes de que pudiéramos emprender el regreso. Comenzábamos a buscar la salida cuando un tipo se acercó a nosotras. Dijo tener la intención de presentarnos a su hermana, quien estaba parada junto a él. La hermana, cuyo nombre no supimos, no aparentaba sentirse bien. Por lo demás, era una chica como nosotras. Agregó que a su hermana le gustábamos las dos, si bien era muy tímida para aproximarnos. Tanto R como yo tratamos de intercambiar palabras con ella. Desistimos pronto porque fue complicado. Sin mayor explicación se fueron. Sentí hacia toda aquella situación emociones, como el miedo, que no me gustaron.
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Una vez de regreso en la habitación del hostal abrimos dos latas de cerveza caliente. Sentadas en mi cama, prendimos nuestros cigarros. Teníamos la espalda apoyada donde la ventana semiabierta. Una música de fondo, que preferimos al silencio, sonaba desde el celular. La posibilidad de que R estuviera sentada en mi cama comunicando un mensaje me asustó. Estuvimos la una junto a la otra un lapso que me pareció horas. No hice nada, ni ella tampoco.
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Al día siguiente era domingo. Nuestro autobús con dirección a la Ciudad de México, en ese entonces el DF, salía a las cuatro de la tarde. Aún nos quedaba tiempo para tomar el sol, bañarnos, almorzar en la playa. Empacamos nuestras cosas, agarramos el mismo bus que a la noche, y esperamos la hora de dirigirse a la estación al abrigo de los rascacielos, el blanco de la arena y el azul oscuro de ese lado del Atlántico.