almanaque de literatura
La pared de la carpa estaba cubierta por decenas de fotos de baja resolución, retratos en
hilera de hombres jóvenes de piel color oliva, como sospechosos en una investigación policial.
De un cascado teléfono, apoyado sobre una silla de plástico, emanaba una voz rasposa a ritmo
de folk. Por la pantalla del móvil circulaba, verso a verso, la letra de la canción en nepalí. Magar
encendió una vela y se acercó a una de las fotos, que mostraba a un hombre de treinta y tantos
años con la barba salteada por calvas y una sonrisa misteriosa, ensoñada. Debajo de la foto,
alguien había garabateado, en inglés, sobre un post-it: “Kiran Paudel, operario de grúa, padre
de tres niños. Al Wakrah Stadium. Descanse en paz.” Y encima de la cuadrícula de fotos, bien
centrado y escrito directamente sobre la pared con rotulador rojo: “CAUSAS NATURALES”. Era
día de funeral en el Área Industrial y, como de costumbre, no había cuerpo al que velar. Lo
habían mandado por avión al Himalaya.
Era también el día libre de Magar, el único de la semana. Después de permanecer sentado en silencio, con la cabeza gacha en muestra de respeto, junto a un puñado de compañeros de trabajo durante unos minutos, comprobó la hora en su teléfono, se disculpó con un gesto y salió de la carpa. Ya en el barracón, desvió su rumbo ligeramente para dirigirse al baño. Una vez allí, cogió una pequeña jarra de plástico y, mirándose en el espejo, se abofeteó una y otra vez las mejillas con los dedos húmedos. Suspiró. Estaba enjuto, con las facciones vaciadas y dos surcos por ojeras. Su piel, reseca por los vientos del desierto, se disputaba el terreno con un asomo de barba desaliñada. Le acababan de salir sus primeras canas. Con paso firme, cruzó la mugrienta cocina comunitaria serpenteando entre cientos de bidones de agua hasta llegar a
una nave con decenas de literas. Se detuvo ante la suya y levantó una sábana de cuadros
blancos y verdes para destapar un teléfono móvil conectado a un cargador. Se lo metió en el
bolsillo derecho. Alcanzó entonces, de debajo de la almohada, un pequeño fajo de billetes de
veinte riales, que metió en un sobre y se guardó en el bolsillo interior de la chaqueta,
separándolo de una tarjeta de identificación. Salió del destartalado dormitorio sin tiempo que
perder.
Caminaba enérgicamente por un camino polvoriento entre barracones, apretando con
fuerza el teléfono en su bolsillo derecho. De fondo escuchaba al almuédano llamar a la oración.
De pronto, se detuvo. Miró alrededor, asegurándose de que nadie le veía, antes de sacar del
bolsillo izquierdo un recorte del Gulf Times. Desdobló el recorte, deteniendo la vista durante un
instante sobre los titulares de portada en inglés: “Messi listo para su debut en Qatar el domingo.
La estrella mundial jugará con el Barcelona en el amistoso del Khalifa Stadium a seis meses de
la inauguración del mundial. Una delegación internacional visita el país”. Y, más abajo en letra
mucho más pequeña: “Aprobada la ley de zonas exclusivas para familias”.
Magar dejó atrás el campo de trabajo, rumbo al skyline futurista. La brisa del golfo le
empapó la cara de un aire cálido, mientras sus pulmones se inundaban del perfume del mar. Se
detuvo al llegar a una parada de autobús desolada. “¿Sí?”, dijo al micrófono de su móvil en
nepalí. “Voy de camino. Bueno, ya viene el autobús. Te llamo pronto. No te alejes del teléfono”.
Sentado en la primera fila, justo detrás del conductor, Magar se reclinó sobre el asiento,
cerrando los ojos. Del cuadro de mandos del conductor surgía la tenue voz de un locutor de
radio, difícilmente audible para Magar: La aprobación de la ley de zonas exclusivas para
familias era una demanda de las mujeres cataríes, explicó el diputado de la asamblea
consultiva. Por fin van a poder pasear por nuestros parques y centros comerciales sin tener que
preocuparse por la presencia de solterones de los campos de trabajo… Deportes: Ya son
oficiales las alineaciones para el partido de esta noche en el Khalifa Stadium. Messi saldrá
como titular en la presentación en sociedad de la que será la sede de la Copa del Mundo este
invierno. El mundo mira a Qatar.
Permaneció así un largo instante hasta que, súbitamente, abrió de nuevo los ojos,
respondiendo a un doble viraje del autobús. Los músculos de la cara se le tensionaron. A través
del espejo retrovisor pudo ubicar los mastodontes de cristal y acero del paisaje urbano tras los
cuales caía el sol sobre el desierto. Se estaban alejando de su destino. Con el ceño fruncido,
trató de discernir los nombres de las paradas en un panel frente a su asiento, comparándolas
con los de una nota escrita a mano en la parte de atrás del recorte de prensa. Pero apenas
sabía leer en árabe. Contrariado, no dejaba de repartir miradas entre su nota y el panel con la
ruta del autobús. Miró de nuevo al retrovisor. Tras negar con la cabeza, se levantó y se dirigió
al conductor.
“Asss… Assala… As-salāmu ʿalaykum”. En un árabe tosco y con ayuda de su recorte, dio a
entender al chófer que se dirigía al Khalifa Stadium. Hierático y sin dejar de mirar a la carretera,
el conductor le explicó que habían cortado la calle principal para asegurar el acceso de los
dignatarios internacionales. “Bájate en la próxima parada, al lado de la playa. Cruza la plaza del
zoco y súbete al 32. Te dejará a un par de avenidas del estadio”. Conforme se disponía a bajar
del primer autobús, un pasajero sentado en la parte de atrás murmuró a su acompañante: “Mira
a ese idiota. Cree que va a poder ir al partido”.
Iluminado por un sinfín de cálidas lámparas colgantes, repleto de actividad, el zoco ofrecía
una imagen abigarrada y vivaz. De las tiendas de especias emanaba un mejunje de aromas
embriagador. Los puestos de artesanía, a punto de echar el cierre, empujaban a sus clientes
hacia la plaza adyacente, donde paseaban hombres y mujeres nacionales, vestidos con túnicas
blancas ellos y velos negros ellas, mientras los turistas poblaban las terrazas de los cafés para,
volcados sobre tacitas de té y cachimbas humeantes, repasar las fotos del día. Cuando se
disponía a cruzar la plaza hacia la parada de su segundo autobús, Magar avistó a un trío de
policías a caballo que sacaban de la plaza a un grupo de jóvenes de aspecto parecido al suyo.
Se detuvo en seco. Ya fuera de la plaza, en un discreto callejón, un policía pegaba con un látigo a uno de los obreros, mientras los otros corrían despavoridos. Magar se tocó el bolsillo interior de la camisa, comprobando que llevaba consigo su carnet de trabajador invitado y emprendió de nuevo la marcha, tomando el camino más largo hacia la parada de autobús, asegurándose de bordear la plaza por el extremo opuesto al callejón.
Para cuando se bajó del segundo autobús, el estadio hervía con decenas de miles de
personas en sus gradas. De estructura ovalada y blanco impoluto, se abría al cielo como una
margarita en flor. En la gradería expuesta a la avenida contigua, se apreciaban zonas de
asientos abarrotados, teñidos del blanco de las túnicas de los nativos. En otros sectores, bien
alejados, destacaba el crisol de heterodoxos trajes, camisas, camisetas y vestidos de quienes
habían viajado del extranjero para ver el partido. Entre ambos, abundaban las calvas de
asientos vacíos, síntoma de los numerosos compromisos comerciales que no se habían
molestado en declinar la invitación. Faltaba mucho para el lleno.
Magar cruzó la avenida y se dirigió sin titubeos a la taquilla. Mientras se aproximaba a ella,
le sonó el teléfono en el bolsillo. Lo sacó lo justo para ver quién le llamaba y lo puso en silencio.
Ya a escasos metros del mostrador, esperó a que dos hombres de túnica blanca compraran un par de entradas. Mientras estos recibían el cambio, Magar preparó su sobre lleno de billetes. Carraspeó antes de dirigirse al taquillero, a través de una ranura en el cristal.
“Buenas tardes, señor. ¿Cuánto vale un billete en el mejor asiento que le quede?”
“Lo siento. No hay entradas a la venta”.
“¿Cómo? Pero si les acaba de vender entradas a esos señores”
“¡Siguiente!”
“Espera, me has dicho que no hay entradas…”
Otro nativo de túnica blanca le asestó un codazo, haciéndose con el mostrador.
“¡No! Deme una entrada. Yo construí este estadio. Mi primo murió en el tajo”.
El taquillero entregó apresuradamente una entrada al hombre de la túnica blanca. Alarmado, descolgó el teléfono de la taquilla y bajó de golpe la cortina metálica. Magar comenzó a golpear
repetidamente la coraza de la taquilla, alternando sus puñetazos con gritos, a cada cual más desesperado. Al girarse descubrió a un par de policías montados, que cabalgaban hacia él silbato en boca. Echó a correr, presa de un pánico que había ahogado la ira que le invadía hacía solo un instante.
Estaba a salvo. Respirando con dificultad, encorvado y con las manos sobre las rodillas,
Magar se reponía en una esquina de la avenida que lindaba con el Khalifa Stadium. Derrotado,
maldijo su suerte. Volvió a sonar su teléfono. Comprobó quién llamaba, y cuando se disponía a
contestar, la grada prorrumpió en un rugido jubiloso. Al levantar la mirada se encontró con dos
helicópteros militares que sobrevolaban el estadio. Los siguió absorto con la mirada a lo largo
del perímetro de las gradas, hasta que de golpe se detuvo ante una visión que lo electrizó.
Resolutivo, Magar estudió su entorno como la fiera que se sabe cerca de su presa. Echó a
andar en torno al estadio, a una distancia prudencial. La zona le resultaba familiar al tiempo que
exótica. La última vez que la pisó, antes de que lo reasignaran a otra obra, el proyecto de
estadio se erigía sobre una polvorienta parcela en el desierto, con apenas un par de almacenes
a su alrededor. No había por aquel entonces ni rastro de la actual promoción vanguardista, con
sus jardines afrancesados y un lustroso centro comercial rematado por un acuario. Aún así,
sabía perfectamente adónde iba.
En el interior del estadio, los rugidos del público se intensificaron. Cruzó la avenida, y por fin
atinó a distinguir el ruido del silbato del árbitro. Volvió a mirar el teléfono. Tenía un mensaje.
Guardó el móvil y aceleró el paso. De pronto, se detuvo y volvió a levantar la
vista. Recorridas tres cuartas partes del contorno del estadio, había alcanzado lo que buscaba:
una grúa de noventa metros de alto. Lanzó una última mirada a su alrededor y se puso en
marcha en dirección a una base de cemento, asentada junto a la valla que protegía el estadio.
Cuando se aproximó a menos de cincuenta metros, aceleró el paso.
Ya a la carrera, a Magar le faltaba el aire cuando alcanzó la base. El estadio escupió otro
bramido, que se le asemejó al de una ocasión clara. ¿O quizá un gol? Se encaramó a la
base, estirando los brazos para alcanzar la torre de la grúa. Y así comenzó su ascenso.
Trepaba con tiento, asegurando sus pies sobre los tubos amarillos antes de emplear los
bíceps para darse impulso. Así siguió, escalando en tramos de diez o doce metros,
deteniéndose para tomar aire y echar un vistazo al estadio para ubicarse. Cuando había subido
la mitad de la altura de la grúa, le volvió a sonar el teléfono. Al alcanzarlo para descolgar, estuvo a punto de perder el equilibrio. Esto le hizo agitarse. “¡Que no! No lo veo. Ha habido un problema con mi entrada. Estoy subiendo a mi asiento ahora Pues claro que no te voy a fallar”. Se quedó callado un momento, relajando los músculos de la cara. “Ya, lo he oído. ¿Quién ha marcado? ¿Cómo ha sido la jugada? Vale, te llamo cuando llegue”.
Desde su posición podía ver apenas media grada. Acertaba a descifrar también el marcador. 1-0, minuto veintitrés. El último trecho iba a ser el más difícil de todos. Los músculos
se le estaban agarrotando. Un río de sudor le bajaba por todo el cuerpo desde la cabeza. Sus
dedos empezaba a resbalar. Aún así, alcanzó lo más alto de la torre. Apretando bien fuerte con
ambos brazos, se propulsó hasta la contrapluma y llegó con agilidad hasta la plataforma que
contenía los motores, junto a la cabina de operaciones.
Frente al cristal de la puerta de la cabina, se echó la mano al bolsillo de la camisa para
sacar de él la tarjeta de identificación. Deslizó el carnet sobre un lector magnético, que accionó
un mecanismo para destrabar la puerta, empujándola unos milímetros fuera de su quicio. Magar
hizo el resto con la mano al tirar de la puerta abatible, que se abrió con facilidad. Ya en la
cabina, se sentó en un sillón negro acolchado y puso las manos sobre la palanca joystick. Se le
dibujó una sonrisa pícara. El brazo de la grúa empezó a girar acercándose a trompicones a la
vertical del césped, que apenas podía distinguirse como una mancha verde dese la distancia. A
pie de calle, un guarda de seguridad se percató de los torpes movimientos de la grúa. Echó a
correr hacia ella al tiempo que alertaba por radio a sus superiores.
La grúa se movía a paso de tortuga. Ajeno a lo que sucedía debajo de él, Magar apretó
más fuerte el joystick para intentar acelerar el ritmo. No sirvió para nada. Desde la base de la
grúa, el guarda miraba hacia arriba atónito. ¿Podría ser un ciberataque? Frustrado, Magar
lanzó el brazo izquierdo hacia adelante. Para su sorpresa, golpeó así otro joystick. Esto hizo
que el brazo de la grúa se moviera al doble de velocidad. En la base, otros tres guardas se
habían unido al primero en percatarse del movimiento de la grúa. Uno de ellos señaló a la
cabina de operaciones.
Como buen perfeccionista, Magar se esmeró en corregir una y otra vez los últimos
movimientos de la grúa. La giró un poquito a la derecha y echó marcha atrás otro poco más.
Un poco hacia la izquierda, y de nuevo en la otra dirección. Así hasta que logró dejarla en un
ángulo perfecto de noventa grados con el centro del campo. Justo entonces, le volvió a sonar
el móvil. Se levantó de la silla y abrió la puerta de la cabina. Le invadió el sonido de un tumulto a pie de calle, entremezclado con los ruidos del estadio.
“¡Eh!” oyó decir a los guardas sesenta metros por debajo de él. “¡Eh tú!” Magar salió de la
cabina. “¡Baja de ahí!” Miró hacia abajo durante una fracción de segundo y empezó a moverse
más rápido. Se agarró con fuerza a una de las barras del brazo de la grúa y saltó hacia
delante. Desde la calle, uno de los guardas volvió a llamar por la radio. Magar comenzó a
avanzar por el brazo de la grúa, acercándose a la perpendicular del centro del campo. Lo hacía
balanceando las caderas, primero atrás y luego adelante, para aferrarse así a la siguiente
barra, con los pies suspendidos en el aire. Debajo de él, uno de los guardas empezó a trepar
por la grúa. De nuevo sonó el teléfono. Ignorándolo, se proyectó disciplinadamente hasta la
siguiente barra.
Había recorrido un tercio del camino. Le sonó el móvil. Agobiado, se metió la mano en el
bolsillo con rapidez para rechazar la llamada. Ya podía identificar a ambos equipos, y ver el
balón rodar por el césped. Pero seguía sin ser capaz de distinguir entre un jugador y otro. Miró
hacia abajo para encontrar al guarda a mitad de ascenso. Aprovechando el breve parón, y sin
soltarse de una de las barras, se secó el sudor de la frente con el antebrazo. Hinchó de aire los
pulmones y volvió a impulsarse hacia delante.
De pronto, un zumbido ensordecedor lo sacudió. Torciendo el gesto, miró hacia arriba. Sus
ojos se toparon con uno de los helicópteros, que sobrevolaba ahora la grúa. Desde la cabina,
un hombre uniformado le hacía gestos con los brazos. Magar se mantuvo sosegado, retirando
la vista del helicóptero y fijándose en sus dedos, bien agarrados sobre la barra. Retomó su
rutina de gimnasta con determinación, encaramándose a la siguiente barra. Una vez ahí,
habiendo recorrido tres cuartas partes de la proyección del brazo de la grúa, sus ojos bulleron
de emoción. “Messi”, suspiró como un adolescente enamorado. Soltó un brazo para alcanzar el
teléfono.
“¡No se mueva!” aulló una voz de arriba. “¿Está armado? ¿Lleva explosivos?” Magar marcó
a duras penas un número de teléfono con una mano. Cuando terminó de hacerlo, y mientras
esperaba al tono de la llamada, miró hacia arriba y descubrió al soldado a escasos diez metros
de él, con una metralleta apuntada a su cabeza. Ignorándolo, volvió a mirar al césped. “Lo
veo”, dijo suavemente al micrófono del teléfono. “¿Estás ahí, hijo? Ya lo veo”.