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almanaque de literatura

NÚMERO 02 +++

+++ [01][02][03][04]

roberto elvira mathez

borges en cambodia

[I]

El tecleo en la máquina de escribir es la única resistencia a la lluvia desamparando los pájaros de las palmeras, de las familias viviendo a la intemperie, del cazador del jaguar escabulléndose a tropiezos de la selva, pero la lluvia también es la casa del mismo jaguar persiguiendo al perseguidor. La lluvia desampara por dos veces en la noche, porque deja de ser materia, para hacerse símbolo, fin del fin de la vida a cielo raso y juegos entre niños bajo las lámparas atadas a los bambús del techo. Símbolo de lo oscuro y dentro de lo oscuro, lo cual es la nada y todo, porque todo suena, todo es resistencia y cuerpo contra ella, tanto la tierra antes seca, el mono arropando a sus hijos, la rama dejándose fluir a través de ella. Pero también es todo porque es idéntica a aquellas otras lluvias bajo toldos en plena feria de San Telmo, en las mesas repentinamente abandonas en la plaza Cortázar, detrás de la ventana donde yacía con otra y nos fundíamos en uno, como se confunde todo bajo el agua. Finalmente, ha llegado el monzón a Camboya.

No ha dejado de llover desde mi corrida a esta casa sobre pilotes, aunque entonces era de día, los pájaros se escuchaban, voces entre los pliegues del agua, y mis pasos detrás de mí desaparecían, volviéndose barro, terreno, olvido. He intentado recuperarlos, recuperar mi propia traza entre la maleza creciendo en círculo alrededor de este retajo de bambú y palma, de madera y corteza usada de hilo. Sin embargo, el terreno denunció mis pasos como marcas y las arrojó hacia aquella inmutabilidad ruidosa del monzón, el hijo de la luna, el cambio eterno.

He decidido esperar al fin de la lluvia antes de seguir y adentrarme en la maleza. La comida sobra en los estantes y las cajas se acumulan contra las paredes y, en el altillo instalado sobre un colchón hecho de estambre y una red contra mosquitos solo dos candelabros creando espacios repartidos en esquinas opuestas, uno sobre una mesita de luz improvisada de una caja de comida vacía, y otro en una especie de escritorio, hecho de cartón sobre cajas con una silla de bambú donde al lado del candelabro se ilumina una máquina de escribir oxidada, pero resiliente, quien me sostiene la conversación en la noche.

Todo parecía preparado como si me estuvieran esperando, incluso, la cantidad de libros alrededor de aquel gran salón, normalmente alineados contra las paredes, pero también escondidos debajo de la cama o dentro de alguna caja de comida, las cuales apenas toco porque, con mi paciencia, se ha ido el hambre

[II]

En la máquina de escribir comienzo un manuscrito con mis iniciales, J.L.T., y escribo un prólogo o un epitafio para repetir el crimen de quien antes de mi había estado aquí y desapareció simplemente con una hoja en blanco en la maquina destartalada:

"Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años, puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara".

[III]

Ya a los pocos días había descubierto libros en francés, ingles, español y portugués, diccionarios y enciclopedias, teologías y cosmologías, traducciones de filosofía budista e hinduista, decálogos políticos maoístas, testimonios desde prisiones en Camboya, apologías de la independencia de las Filipinas, historiografías de Singapur y recuentos de travesías de refugiados laosianos hacia otros continentes. Ninguna de estas obras de Asia estaba escrita en una lengua de aquí, sino todas de allá, aquellas lenguas de espada y pólvora, de barcos y trenes. Sin embargo, entre todo aquello, también encontraba obras canónicas, la mayoría latinoamericanas, pululando arbitrariamente en los estantes. Entre ellos encontré toda mi ignorancia y la de todos mis congéneres y maestros antiguos. Repetida encontré la palabra Oriente, repetida la palabra Asia, escasas las divergencias y las complejidades pulidas a martillazos prosaicos. Entre ellas descubrí el libro sobre el budismo de Borges, una biografía de Neruda, la Piedra Lunar de Octavio Paz. Otra noche encontré un libro de mi autoría y por unos días dejé de revisar los libros.

[IV]

Cansado de esperar, me fui una madrugada a recorrer los alrededores, llevándome un hilo que encontré entre algunas herramientas de quien a lo mejor había construido con sus propias manos esta casa, esta prisión, esta biblioteca.

Até el hilo a uno de los pilares de la casa y salí a recorrer desde el mayor de los claros en la maleza, no tardando en tropezarme con una raíz y enterrar mi ropa en el lodo. La lluvia no permitía visibilidad, a veces siendo más útil cerrar los ojos para escuchar dónde la lluvia sonaba más fuerte, por ende, donde menos resistida y densa es la floresta. Sin embargo, era una lastima perderse el espectáculo de los colores, del verde húmedo sobre mi cabeza soportando parte de aquella inclemencia, del arañado marrón resbaloso contra mi palma, de los amarillos de las frutas y los pájaros protegidos debajo de alguna rama, del purpura y rojo de los insectos sobrevolando o pegándose a mi cara, del azul englobando todo y al mismo tiempo invisible, si no fuera por mínimos resquicios de los olores a fertilidad y peso, todo transparencia y artificio de una vista que apenas ve, de un oído que apenas escucha, de un yo sumergido en la lluvia.

Después de adentrarme por una hora, até aquel hilo aparentemente infinito y lo volví a seguir entre los vericuetos del laberinto hasta estar nuevamente en aquella construcción, a la cual en ese momento sonreía y llamaba casa. Aquella noche festejé con un banquete, aprovechando todos los lujos escondidos entre el arroz y la comida enlatada, destapando la única botella de vino de arroz y corriendo y bailando para festejar aquel paso hacia afuera. Levantándome con la luz del sol de la mañana entrando por la ventana y los resquicios del bambú, tardé en reponerme. Aunque cuando salí hacia afuera, aquella victoria se desvaneció al encontrarme el hilo tirado en el piso.

En uno de aquellos días de sol y lluvia, como la mayoría durante el monzón, me preparé y repetí el mismo camino del hilo, siguiéndolo entre troncos y techos, pájaros e insectos, completamente desconocidos en esta vuelta al lugar. Poco me preocupé porque supuse el hilo suelto, caprichosos los repentinos vientos, empujado por la lluvia hasta llegar a su fin, donde yacía cortado, tajado, violentado.

[V]

Cuando le puse sobre los hombros mi camisa para poder secarle la lluvia, todavía no podía discernir si era ella o él, y ello me consumía más que las dudas del por qué ella estaba aquí, apenas respirando, con su cabeza contra su pecho y refugiada en una esquina donde se arrojó tras correr desde afuera, la puerta todavía abierta, hacia la cual nosotros mirábamos.

Solamente cuando se empezó a teñir de rojo el blanco de la camisa a la altura de sus brazos, me di cuenta de la herida. No sé si fue aquello lo que la adormeció, pero al poco tiempo los temblores cambiaron por cierto enmudecimiento del cuerpo, la postura tensa rechazando mis gestos, volviéndose una resignación frente al sueño, quedándose dormida sobre mis brazos, tiñéndonos los dos de sangre y lluvia. La llevé entonces sobre mis brazos hacia la cama y corté un pedazo de mi camisa para poder hacerle un torniquete en el brazo.

Cuando se despertó, me comenzó a hablar y no la comprendía, no por la lengua, sino por pensar que ella nunca me hablaría en inglés con un acento británico que hacía deslucir el mío, insuficiente a lo mejor para ella que desaceleró su hablar y comenzó a hablarme pausadamente, introduciéndome de nuevo a sus palabras, creando este espacio, estableciendo el puente entre nosotros y ayer. Aparentemente, se había perdido durante la noche debido a la lluvia torrencial, que incluso seguía mientras ella hablaba, y entre cuya maleza y oscuridad había visto una luz de fondo, la que finalmente sería mi casa, lugar al cual se dirigió . Para entonces ya no tenía el apuro de cuando encontró en el camino unos rasguños en los troncos, que acompañó con el torcerse de unas ramas. Cuando se encontraba a pasos de la luz, sintió el calor de otro rasguño sobre su propia piel, que la llevó a girar de vuelta urdida en lo oscuro, en donde no cae la lluvia.

cuando después de un leve desayuno volvió a dormirse para reponerse, por un momento pensé en que podría a lo mejor resignarme a quedarme aquí, en la comunidad de aquello conocido y releído, escribiendo sobre allá estando aquí, inventándome un mundo y gente y lenguas y esquinas y amores y cuerpos Con la misma libertad de Dios podría amodorrar durante las tardes a su lado, despertarme lento de noche y a lo mejor construirnos excusas para pasar el tiempo, leernos libros, fingir una vida.

Continúe escribiendo como si ella no se hubiera despertado y comenzara a erguirse, su brazo ahora atado con una banda alrededor del cuello. Sin pronunciar una palabra, ella se acercó a la puerta y miró hacia afuera, aseverando la persistencia de la lluvia, abriendo por primera vez la conversación, Still raining, no? Me tomó un tiempo, días, hasta poder equiparar, al menos en comprensión, mi inglés al suyo, lo cual permitía risas necesarias para asumir el nuevo espacio, el refugio del jaguar, una nueva casa, hasta que la lluvia desistiera. Entremedio de aquellas risas nos compartimos biografías y genealogías, geografías y abecedarios, me contó de algún lugar en alguna parte poblada de familia y turistas, de playa y budas, mientras yo le contaba de cuadras y toldos, de iglesias y librerías de usados, de amigos y una lluvia muy distinta a aquella, apreciada mejor desde las ventas de los cafés y en compañía, la garúa.

Volvimos a salir de la cabaña con las manos entrelazadas para no perdernos, buscando fruta y cualquier cosa que pudiera dilatar nuestro almacén. Ninguno hablaba de irse, incluso la única vez, cuando creímos escuchar algo tras una piedra en el claro de la selva y nos volvimos corriendo, tropezando, nunca soltamos la mano y, al arrojarnos sobre el piso, dormimos juntos por primera vez. No fue sino semanas después cuando nos enteramos de su embarazo. La lluvia seguía y por ahora no nos preocupaba si debíamos salir. Por seguridad del hijo y la madre fue a los cuatro meses cuando decidimos irnos ya que, para entonces, ella todavía tenia la resistencia para caminar y perderse y seguir caminando por la selva, aunque sobrevaloramos su fuerza, porque algunos kilómetros dentro, con mochilas cargadas con algo de comida y algunas hojas de mis manuscritos, comenzamos a parar y descansar en lo que debían ser claros de lluvia por lo tupido de las coronas sobre nosotros. Fue a la tercera detención, cuando escuchamos por primera vez otros pasos más allá de los nuestros.

Estaba en este momento de la narración tecleando en la maquina de escribir, cuando ella se despertó, aparentemente de una pesadilla, sudando y con la herida de vuelta abierta tiñendo nuevamente su camisa.

[VI]

Salimos de madrugada de la casa suponiendo lo nocturno del jaguar. Volvimos sobre el hilo tendido sobre la tierra y a veces debajo de la misma, hundido por la hojarasca y el lodo, en simetría entre mí y aquella casa, donde lo único sobresaliente de aquella lluvia y aquella tierra era el blanco de la tela y las hojas. Ella tenía más tensadas las facciones y la cara, dándome a mi la impresión desmesurada de mi calma, o mejor, de mi resignación. Ella descreía de la necesidad por seguir aquel hilo, el cual no buscaba salida alguna, al contrario, parecía un atajo hacia la selva y el jaguar.

Cuando llegamos al último corte del hilo, nos quedamos mirando, sumisos ambos en los ojos del otro, iguales y castaños, persiguiendo ambos las posibilidades de rutas de las ideas de cada uno, dudosos ambos de las posibilidades de salida en nuestras propias cartografías. Pero ella se decidió, viéndome a mi incluso aún más sumiso frente al verde, la lluvia y ella misma.

Por alguna razón eligió la izquierda, entre la parte más densa de la flora. Cuando ella encontró su camino, dejamos lo pausado de los pasos del esconderse, el evitar las ramas en el piso, el despejar con demasiada fuerza la maleza, no espantar los pájaros sobre las copas, dejando todo ahora mezclarse, el vuelo, la tierra quebrada, la resistencia de los arboles, con la fuerza de una huida hilada de tropiezos, roce de piel, jadeos y kilómetros repletos de cataratas escuchándose a lo lejos entre la lluvia. Aunque apenas comenzamos a correr, se despertó en los alrededores aquello que habíamos evitado y por ello callado. Pasos pesados siguiéndonos en su propio apuro a nuestro costado, arrojando arboles en nuestro camino, o al menos así pensábamos cuando las lianas caían en nuestra cabeza y caíamos y debíamos volver a subir.

En algún momento, probablemente cuando se apareció delante nuestro el jaguar, me di cuenta de la decisión, o me di cuenta de la posibilidad de aquella decisión sobre todas, la de dejarla atrás y llegar a aquel pueblo que se divisaba entre la maleza por el humo perpetuo de algún fuego que la esperaba, o la de arrojarme hacia el jaguar y dejarla a ella avanzar. Entonces corrí hacia ella, que no era ella sino la piel del jaguar, quien giraba hacia su costado como si todavía dudara si enfrentarme o dejarme ir, entreviendo en su piel la escritura de Dios, donde leí el dios sin cara que hay detrás de los dioses, donde vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del jaguar.
El lapso entre la corrida y la lectura fue la sorpresa de ver al jaguar indolente frente a mi, como si supiera y me esperara, como si todo fuera una pantomima, mi corrida, nuestro encuentro y la caída hacia aquella catarata de fondo, conformando nosotros dos, mis brazos alrededor de su abdomen húmedo y sus garras ya debajo de mi piel, una mándala donde el aire, como si el azul y el verde de la maleza conformaran círculos mayores y mayores frente a la unión empequeñeciéndose en los ojos de ella, que mira un segundo y vuelve a seguir su camino hacia el humo antes de la resolución de la caída.
De ello me di cuenta porque, mientras caía, no era su grito acompañándonos en la caída, sino el de otros anónimos ubicados no arriba, sino abajo, tampoco escondidos entre la maleza, sino sobre el cerámico y evitando aquellos libros cayendo a mis costados y sobre mí, en aquel desequilibrio de la escalera, hace unos segundos sobre mis pies, ahora alejada un metro mientras no tengo en mi abrazo al jaguar, que ya no esta mi lado sino abajo, esperándome entre libreros y clientes, buscando interceptarme pero esquivando al mismo tiempo los libros de la sección orientalista, acelerando a mis costados, eclipsándome en la caída la escritura de la piel, la escritura de Dios, la historia universal escrita y la gravedad de quien nunca supo leer más allá del papel.

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