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almanaque de literatura

NÚMERO 02 +++

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Cuando lo vi me quedé a cuadros. Ahí estaba el mensajito en mi inbox de mensajes nunca contestados de Tinder. Cerrando esta historia con un broche de oro. Un broche que así de primeras me proporciona un subidón egótico de inmensidad desmedida. Mira que yo erre que erre intentando estar por encima de todo. Ser un ser de luz. Ni un reproche, ni una pataleta, impostando esa dignidad que nunca sentí como propia. Y sin embargo, ahí llega ese mensaje, en el momento menos esperado, como un regalo que quizás contenga algo de veneno, lo justo para que la vida tenga un poquito de sabrosura. Sobre todo en el momento menos necesario. Cuando me he desintoxicado, como si de otra vida se tratara, del colocón adictivo que proporciona la validación a través de la mirada ajena. Cuando me la suda que si gusto, que si no gusto, que si follo, que si no follo. Cuando todo eso ya no tiene sentido, llega el mensajito.

El mensajito no es de una ex. Yo a ella no la conozco. La conozco y no la conozco. Sé quién es. Y creo que ella no sabe quién soy yo, pero eso no lo sé a ciencia cierta. Amigas me han dicho que siempre sabemos quién es quién y que seguramente sepa quién soy, lo cual hace que sea más retorcido de lo que inicialmente había pensado. Toda mi relación con ella es a través de una tercera en discordia que se enamoró de ella, o más bien, se obsesionó insanamente, lo cual también es enamorarse, supongo. No obstante, la tercera en discordia podría ser yo o la otra, a la que no conozco, ni me conoce.

La obsesión insana es algo que podríamos haber experimentado cualquiera de las tres. Y aunque me lo controlé muchísimo, porque una tiene ya una edad y una experiencia, y ya una ha pasado por lo mismo y no va a volver a ese lugar de oscuridad que conlleva la obsesión, pues la verdad es que esta vez sí que me obsesioné, pero lo justo. Y supe cortar con los malos hábitos del espionaje y la comparación agónica en la que siempre salía perdiendo. No importó, porque no paraba de verla hasta en la sopa. Que si es amiga de la amiga de una amiga, que si me encuentro a su amiga en Tinder porque también se ha hecho lesbiana a los 30, que si me la encuentro a ella en el Tinder y le doy a que no, que no, que no, en un estado catatónico, con los nervios a flor de piel nada más ver esa carita preciosa que tiene, que de tan guapa que es da puto asco. Y no me la encuentro una vez, sino dos o tres.

Ay universito mío, ¿qué me estás queriendo decir con esto? Hasta que al final, por puro agotamiento ya, me sale mi lado retorcidito, el aburrimiento y la curiosidad malsana me hacen darle a la derecha, a que sí. Y no pasa nada. Se acaba ahí lo twisted y lo consigo aparcar, dejarlo a un lado, eliminarlo de mi sistema como si nunca hubiera ocurrido, un secreto inconfesable, un secreto que nunca fue.

Entre tanto, mientras lo reprimo y hago como si nada, me entero de mil cosas. Mil cosas de lo que ha pasado entre ellas. Mil cosas que me desgarran porque una es humana. Sin reproches, sin dramitas, ni intensidades, I play my higher self y me conciencio de que nadie es culpable, de que he sufrido pero nadie tiene la culpa y de que el sufrimiento, en estas cosas tan incontrolables por todas las partes, es algo que gestionar con una misma sin esperar redenciones. Porque, irónicamente, esa redención del trauma es lo que desencadena el patrón. El buscar solventar simbólicamente lo que quedó mal hecho.

Tras muchos triggers consigo salir a flote con compasión hacia todas. Nos entiendo a todas, estoy flotando en un mar de comprensión y empatía que consigue disolver mi ego, mis rencores, mis rencillas. Todo se vuelve paz interior, me convierto en una santa, capaz de dar amor a quien me lo quitó. Y todo tiene sentido y todo es dulce y bello. Así me mantengo un tiempito, en mi nube de santidad, bendiciendo con mi amor y compresión a todas las almas descarriadas que me encuentro y que son incapaces de mirar más allá de sí mismas. Y amo mucho, amo con fuerza, amo desde el desapego que es lo que experimento como el amor más puro y bello de todos.

Mi terapeuta está encantada con esto pero a ella no la engaño, ella es capaz de ver mi patrón; algo que a mi aún me cuesta y, por eso, tampoco me tomo muy en serio lo que dice. Yo a mi terapeuta la quiero como terapeuta porque es capaz de hacerme conectar con el subconsciente, y no necesariamente porque sea inteligente, en el sentido más occidental de la palabra, ni porque vaya a brindarme herramientas que pueda poner en práctica para dejar de sufrir en esta vida. Ella tiene una ideíta que no se le va de la cabeza, con la que analiza todo lo que le cuento: la jodida triangulación.

Que triangulo, me dice. Que no paro de triangular para hacer psicomagia y solventar lo que no está resuelto, lo que está mal hecho. Que a nivel simbólico refracto la triangulación con mis padres en bastantes de mis relaciones. Y claro, a mi eso me da muchísimo malrollo. Pero ella me dice que le pasa a todo el mundo, solo que nadie habla de ello porque es así como retorcidito el asunto. Como mis padres no se hablan desde el divorcio, en un arranque narcisista, yo me considero el único vínculo que tienen entre ellos. Y muy en las profundidades del subconsciente, yo me creo que, al no hablarse, ese vínculo, o sea yo, es despreciado. Ella dice que en esta historia esa sensación de desprecio se replica en el bucle inconsciente que rige mis deseos más primarios, generando que quiera estar metida en cualquier sarao triangular. Y de ahí la explicación de que le haya dado a que sí en vez de a que no, y de que un día tonto en el que estaba muy segura de que me daba igual si gusto que si no gusto, si follo que no follo, pero un día tonto al fin y al cabo, con su poquitico de bajón, me abrí el Tinder de nuevo y ahí estaba el mensajito diciéndome que hola, que cómo estaba.

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