almanaque de literatura
¿Es mameyes o mameys? Hace calor hoy. Es extraño porque noviembre en Nueva York suele ser un mes frío. Tal vez siento calor porque escribo frente a una ventana y hace sol. Esa redondela de fuego parece mirarme. A mí, al ignorante.
Busco el plural de la palabra en el diccionario. Parece que ambas son correctas, si bien mameyes me parece más de acuerdo con las reglas de la gramática. Podría descomplicarme, pienso, usando ese nombre con el que los compañeros de escuela se referían a ese acto velado por la ignorancia: los mamelucos.
Quizá sirva que me aleje hoy de la simpleza de la jerga nacional. Podría apelar a un término que me parece más de la Península. Una palabra que pudo haberse usado, se me antoja, en algún episodio volcánico de la Serie Rosa de mi adolescencia: las mamadas.
(Pero no, qué vulgar)
Mis divagaciones gramaticales que tienen tanto de nacionales y de culturales, suelen ser ridículas. Pero las palabras son mi herramienta, pienso. Así que prosigo: Usar mamadas es como usar culo en vez de poto. El término peninsular (que ya mayor descubrí que era bastante común fuera de España) suponía ordinariez. Menos educado que poto (lo culto es a veces tan ridículo).
Los términos –todos– se refieren a lo mismo. Y no me desvío más.
Entonces: los mameyes. Escuché en un programa en la radio que una muchacha de los Estados Unidos se quejaba del momento en que aprendió, de sus amigas, que si salía con hombres —si quería conquistarlos— tendría que meterse el pene en la boca. La muchacha de la radio intentaba describir el asco que sintió ese instante en que se hizo por primera vez la pregunta que la torturaría durante algunos años: ¿Por qué?
Yo pensé entonces en una amiga con derechos que me miraba mientras succionaba, mientras movía la mano para arriba y para abajo. Esa que cuando yo le decía que nadie la chupaba tan rico como ella, sonreía orgullosa.
¿Es necesario un mamey?
Pienso en otra muchacha que me dijo que ella no, que tampoco necesitaba que se lo hicieran. Y recuerdo cómo pasábamos de chuparle las tetas al coito, de frente, sin esas lamidas que por entonces yo ya había aceptado como el paso natural: la instancia previa.
O en aquella vez en la que en medio del proceso del cortejo (del jijiji, del jajaja, no somos nada serio) esa otra muchacha se ofreció a afeitarme. A dejarme preparado para el universo de sexos depilados del siglo XXI. La veo haciéndolo, detallosa, y al final, observando al sujeto desvestido, muy alzado, susurrando algo así como ya que estamos acá, y qué bien que se ve, metérsela en la boca, agarrándomela hasta sentirme rebalsar, como si necesitara la práctica para confirmar la teoría de la extra sensibilidad.
¿Es requisito para el amor un mameluco?
La recuerdo a ella: hermosa, menos conversadora, mucho más comprometida con cierta danza del cuerpo. Ella, quien después de dedicarle el tiempo necesario con la lengua, se acomodó sin que yo le dijera nada, se puso el juguete en la boca, lo lubricó, lo dejó listo. Como si entendiera que había pasos a seguir. Alguna mecánica, una coreografía establecida, un guion de una obra donde ella sabía de antemano en qué momento y cómo participaba su personaje.
¿Qué significan los otros ejemplos?
Pienso en momentos excepcionales. Cuando aquello llegó acompañado de una danza de compases violentos, una especie de primitivismo, de brutalidad, en el que mis manos se prendían del cabello, empujaban la cabeza y dejaban que todo se hundiera.
O en aquella noche en el vacío del patio, en una carpa, en una finca en la montaña, cerca de una gran ciudad. Esa noche en que ella y yo pasamos las horas chupándonos el uno al otro, semi vestidos, previendo que alguien vendría a distraernos. Nadie vino y nuestras bocas se acostumbraron a estar ahí deseando desentrañar con nuestro paladar la complejidad del universo.
El sexo oral fue un aprendizaje.
Como lo es todo. Como lo es tocarnos y en algún momento a solas, adolescentes, perturbados, descubrir que nuestro pene escupe un chorro de líquido lechoso.
¿Lo necesitamos?
Las posibilidades de la boca también son una lección que me llegó en episodios. Cada uno menos torpe que el anterior. Algunos fueron breves, como la de aquella primera enamorada, con la que solo supe abalanzarme para lamerle las puntas, besarle las tetas. A quien no supe pedirle —ni ofrecerle— otra cosa que impaciencia.
Pasaría bastante tiempo antes de que supiera lo que hacer al encontrarme con esa mirada. La que buscaba mis ojos pidiendo una clave.
Serían muchos los episodios entre la primera mujer —cuando ella metía la mano debajo de los pantalones cortos y pesaba los testículos enfebrecidos con su mano tibia— y esa otra de caderas anchas, de labios grandes, con quien ya supe que tenía que susurrarle lo que se me antojaba y, con la mano entre sus rizos negros, su cabello largo y sedoso, apoyando los dedos con firmeza, ayudarla a encontrar el camino en la oscuridad hasta el borde de mi cuerpo que requería su boca con urgencia.
Otras veces, cuando no pienso en temas como éste, también pienso en que me voy a morir. Y se deshacen estas preguntas inútiles. Desaparecen mis dudas. Me imagino que también las de ellas. Me esfuerzo en pensar en un mamey como en el momento más sublime de una comedia donde el final siempre es la muerte.
Y es entonces, creo yo, cuando la humedad de mi absoluta ignorancia cobra cierto sentido.