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almanaque de literatura

NÚMERO 04 +++

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mayte lópez

con banda sonora

—¡Quita ese horror, por el amor de Dios, y pon a Cristian Castro!

Afuera nevaba y adentro, a mí, no me calentaba ni el sol. Por eso las rancheras a todo volumen, a ver si entraba en calorcito. Y por eso, también, las súplicas desesperadas de mi compañera de departamento, que llevaba un buen rato con un nudo en la garganta y un nosequé en la boca del estómago. Por fin se había dado cuenta de que la culpa la tenía yo y la tenían, sobre todo, los acordes y lamentos que le llegaban de mi cuarto: sombras de duda y celos solo me envuelven pensando en ti. La playlist se llamaba “¿Un tequilita?” y todavía hoy la pongo y me lleva de regreso a un concierto de Lila Downs en el Zócalo de Cuernavaca, al palenque en el que escuché cantar a Vicente Fernández, a esa noche en la que a mis amigos y a mí se nos descompuso la lancha a la mitad del lago de Tequesquitengo y, en total oscuridad, sentíamos el retumbar de una fiesta a lo lejos entrégate, mi prisionera. Y cantábamos. No es que Cristian reivindicara una idea menos problemática del amor, pero siquiera —insistía mi amiga— era más alegre.

Había —hay— algo ahí, en esa música que a ella la entristecía y a mí me alimentaba la nostalgia. Algo que, además de acompañarme en las nevadas, me atravesaba: estrofas con las que es posible trazar mapas sentimentales completos, coros capaces de teletransportarme a esa fiesta de quince años donde descubrí los besos (y decidí que sabían horrible, una mezcla vomitiva de Marlboro y Bacardí), melodías que suenan a toda la secundaria diciendo días después mira nada más, qué barbaridad, en la pista de baile y ni siquiera son novios. Nada nuevo bajo el sol, ya lo sé, la música tiene el mismo poder evocativo para todos. Pero mientras escribía y escuchaba y cantaba y volvía a escuchar, mientras las personajas de Sensación térmica iban tomando forma y cuerpo (a medida que les compartía algunos recuerdos y les inventaba otros), me fui deslizando despacito por esas letras, fui poniendo atención de pronto (o poniendo la atención en otro lado). Distintas variaciones sobre lo mismo, una y otra vez en todos esos versos: a las mujeres hay que ponernos en nuestro lugar. Hace falta regresarnos al redil, apretarnos o soltarnos la rienda, vigilar que no andemos por ahí con los cascos ligeros (las metáforas equinas se multiplican hasta el asco, allá donde una escuche el cantante se convierte alegremente en ganadero). Y entonces sí, entonces ya es posible morirse de amor a gusto y cantar sobre ello. O, si todo lo demás falla, la propuesta es matarnos y seguir cantando al respecto, para que las que quedamos vivas aprendamos la lección.

No es exclusivo de mi país, por supuesto. El planeta está atiborrado de bandas sonoras que le cantan a la perfidia femenina, que ensalzan los celos y romantizan la violencia en nombre del amor. Durante mucho tiempo no supe qué hacer con esa educación sentimental tejida a base de versos que insistían, insidiosos, en que se tiene que sufrir cuando se ama. Las canciones de siempre, las que me recordaban a mi casa y a tantas noches de amigos y fiestas, de pronto me partían en dos. Por eso, para contrarrestar esa disonancia —esa tensión entre las ganas de escuchar canciones que me encantaban, pero cuyas estrofas dolían—, para no dejarme partir, me inventé una novela hecha de música. Envolví a mis protagonistas en esas letras para desgranarlas y cuestionarlas. Quise que a través de un montón de preguntas —para las que sigo sin tener respuesta— llegara, por fin, la calidez en forma de novela (con banda sonora). La escritura me sorprende siempre así: es el refugio ante un mundo que a ratos no entiendo. Escribí entonces, haciéndole caso a los ruegos que venían del cuarto de al lado. Escribo todavía, con la esperanza de que algún día Cristian tenga razón: ojalá algún día lluevan estrellas, ojalá pronto la música sea, para las mujeres, solo eso: música (no un mapa de violencias). Mientras tanto, sigo escribiendo. Y a veces, también y a pesar de todo, canto un poquito. Por no dejar.